lunes, 9 de abril de 2012

Resfriado

 Abrió los ojos con furia tras machacar de un manotazo el sonido del despertador. Lo había roto. De nuevo. Ya iban cinco veces en aquella semana. Permaneció unos minutos en la cama, pensando en lo poco que había adelantado el día anterior en la oficina. Quizá una presentación o dos, un informe o dos, una exposición o dos, un café o muchos... Se miró en el espejo del baño y se sorprendió con las enormes ojeras que tenía bajo los ojos. Otra vez. Tragó con rapidez un par de pastillas e intentó hacer lo mismo con unas tostadas quemadas. Se ajustó la corbata mientras pensaba en el maldito lugar en que se había podido esconder su maletín.

El coche ronroneó, quejumbroso, cuando el apresurado oficinista incrustó sus llaves bajo el volante. El traqueteo ayudó a este último, más que a digerir el desayuno, a aumentar sus ganas de vomitarlo. Su estómago estaba hecho un mar de rabia: estaba nervioso, por la hora y por el día que le esperaba.

Fichó en la entrada del antiguo edificio en que pasaba veinticinco horas al día. En realidad, no era tan tarde, pero siempre tenía el reloj adelantado diez minutos para llegar sobrado a los sitios (aunque  tenía la mala costumbre de no recordarlo). Entró en la sala de reuniones cuando todavía los trabajadores y algún que otro jefecillo estaban charlando. No se sumó a las banales conversaciones, ¿para qué? Cada una de las frases que pudiera decir o escuchar iban a tener una clara respuesta premeditada; si todos sabían qué iba a decir, ¿a qué gastar saliva? Se sentó y disimuló estar sumido en sus preocupaciones de oficinista. Manoseó con fingido interés algunos papeles (en blanco) y garabateó tonterías hasta que la voz dulce de la señora jefe, una menuda mujer con media melena oscura, le hizo levantar la mirada.

A la hora del almuerzo, compró un sandwich en una máquina expendedora y terminó su botella medio vacía de Sprite. No salió de su cubilete gris de cartón piedra hasta el fin del descanso. Entonces volvió a su pantalla de ordenador, su bloc de notas y su portaminas.

Era ya de noche cuando se quedó totalmente solo en la oficina. No quedaba ni el recepcionista. Claro, todos parecían tener una vida... Quizás el chico de la limpieza todavía estuviera por los baños, pero ni siquiera limpiando ya. La jefa se despidió cordial y friamente con una media sonrisa y una mirada condescendiente. El úlitmo acompañante de nuestro amigo fue el sonido del golpe de los tacones de la que se marchaba.

Pensó que debía marcharse ya, sería peligroso conducir demasiado cansado. Cuando todo lo importante estaba dentro del maletín, salió lentamente del edificio. Recogió su ficha de asistencia en la entrada del edificio y quedó hipnotizado por las luces monótonas de los faros de los coches que se perseguían frente a él.

Llegó a casa a las once y media de la noche, con un traje que echar al tiesto de la ropa sucia, un pelo que debía lavarse y unos zapatos que, oh, por favor, debían también marcharse. Pasada la medianoche volvió a mirarse en el espejo. Estaba blanco. Ya no había ojeras, eso sí. Pero qué triste era verse tan muerto. ¿Había sonreído alguna vez en aquel largo día? Ah, claro, cuando una de sus compañeras le devolvió (bastante más tarde de lo que creía que iba a hacerlo) el CD de Bruce Springsteen. Aunque fue por ser cordial, esa mujer era una interesada. Tampoco había hablado con ella, con ella (por favor, que se confunda ella con la idiota del CD). Mañana la llamaría, sin falta, y se verían. La necesitaba. Desde que no la tenía tan cerca sentía que se moría. Tampoco había avanzado en su lectura de uno de los de Zafón ni qué decir de los avances con su armónica.

Nada, no había hecho nada que hubiese deseado. Dejó caer a su estómago una pastilla, un Lexatin más y trató de olvidar lo que se había perdido en las últimas veinticuatro horas.

Pero no pudo aguantarlo, todavía podía hacer algo. Descolgó el teléfono y, con poca agilidad, marcó el número de ella. En otros momentos, se habría sorprendido de haberlo tecleado correctamente a la primera. No sabía qué malditas palabras iba a utilizar, pero tenía que decirle algo importante.

-¡¿Pero quién...?! - dijo ella, recién despertada.
-Tranquila, cariño, soy yo - trató de calmarla él.
-Ah, debí suponerlo. No hay nadie tan.... bah, no puedo pensar a estas horas. Más te vale decir algo interesante... - dijo, dejando notar lo bien que le sentaba recibir llamadas a esas horas.
-Bueno, en realidad, no es nada realmente importante - dijo, masticando las palabras -. Tan sólo quería decirte que me mata seguir viviendo tan lejos de ti - creyó haber dicho la frase más emotiva de su vida-.
-Ay, dios mío, ¿te has pasado con las pastillas?
-Ja, ja, ja... Vale, vale, cálmate. Quizá haya sido sólo eso - dijo él, de buen humor, antes de repetirle lo mucho que la quería.
-No sé qué esperas que te responda, loco - le respondió tras una carcajada.
-Bah, desvaríos de un resfriado.
-¿Resfriado? Pero si he escuchado perfectamente todo lo que has... - decía, ya sin saber por qué hablaba.

Él la sorprendió con una frase seguida de los "bip, bip, bip" que anuncian el fin de la llamada:


-Resfriado porque me duele el cuerpo hasta llorar y la cabeza me explota, porque soy incapaz de saborear la vida y oler el viento y porque tú, mi analgésico, mi medicina, eres mi único respiro. Buenas noches, amor.


domingo, 1 de abril de 2012

¿Nos empuja el viento?

Tic, tac; bip, bip; clock, clock; ffssshhh.... hay muchas formas para representar la división en porciones de la vida. ¿No os parecen los relojes algo absurdo? Como si se pudiera cortar en trocitos el aire...

Pero, por más que lo intento, no encuentro ni una manera para expresar la angustia de sentir que se me está yendo de las manos, que se me escapa el tiempo. Este tiempo que, dicen, es tan corto.

Ya van dieciséis otoños, y los he sentido tan efímeros como la caída de una hoja al incio de cualquiera de ellos.